El sol empezaba a abrigar a la Cordillera de Los Andes y Esteban ya estaba levantado. Desayunaba algo rápido y se alistaba para salir. A las 7 pasaba a buscarlo un camión que lo llevaba a la finca donde había conseguido un trabajo con el que ayudaba a su madre y hermanos. Mamá Graciela era el sostén de los siete hermanos porque Mario, su papá, había fallecido en un accidente de tránsito.
Con 14 años y el sueño a cuestas de ser futbolista, el chico oriundo del departamento San Martín, ubicado en paralelo a la ruta 7, se dedicaba a cosechar uvas para llevar algunos pesos a su casa. Era una de las pocas changas que se conseguían en ese entonces y se acostumbró a convivir en los viñedos.
Al hermano del medio de la familia Andrada le daban un tacho grande y le mostraban el camino en los callejones de los parrales. Cortaba las uvas y, una a una, las iba metiendo hasta llenar el enorme balde que llegaba a pesar hasta 25 kilos. De ahí caminaba unos 100 metros para cargarlos en el vehículo. La acción se repetía una y otra vez. El espigado adolescente ponía sus músculos a prueba y, también, su fortaleza mental.